Más de dos horas y medio de festejo. Un total de ocho toros que saltaron al ruedo, por dos paseos que les dio en público el bueno de Florito a sus queridos berrendos (casi tantos como los que llevamos vistos en todo lo que llevamos de temporada en Las Ventas). Y tan solo dos pares de banderillas (y qué pares, por cierto) que llevarnos a la boca. Mucho tiempo y muchas cosas vividas para tan poco argumento. Mucho ruido y pocas nueces. El tercero de la cuadrilla de Adame, Fernando Sánchez, fue el encargado de hacernos vibrar a la plaza de manera unánime tras dejar sendos pares marca de la casa a 1° y 4°, respectivamente. Un lujo verlo parear de esa manera, y que al menos hace que no nos vayamos de vacío a casa un día más. Porque la tarde, numerito de Florito y vueltas al ruedo aparte, fue un continuo carrusel de despropósitos.
Corrida de toros herrada a fuego con el 4 y el 8, propiedad ambos del maestro Joselito, inválida y descastada como ella sola, y que más hubiera valido que se hubiera quedado en el campo, lejos de esta plaza y de esta feria. Igual da hasta buen juego en los fogones, bien guisada con patatas o hechos a la brasa con unos pimientitos, y regados con un buen vino. Pero en el ruedo, en una corrida de toros y en plena feria de San Isidro, como que no. Los dispuestos en segundo y tercer lugar volvieron a entrar por donde salieron, el segundo por descordarse nada más salir al ruedo, y el tercero por tetrapléjico, y si los picas hubieran tenido a bien salvar el honor de su buen nombre y cometido, seguramente también hubieran sido apuntillados en la oscuridad de los corrales los cuatro restantes. Pero como a esta gente del castoreño hoy en día le da igual ocho que ochenta (es decir, elegir entre seguir subiéndose encima del percherón para picar al toro o irse a sellar el paro), hubo que tragar con cuatro inválidos más, por mucho que a ultimísima hora saliera un animalito que fue capaz de venirse arriba en el último tercio y sacar algunas arrancadas alegres y bondadosas que le hicieron coronarse como el rey tuerto del País de los Ciegos. Un desastre que ni los dos sobreros, de Torrealta y Montealto respectivamente, fueron capaces de subsanar, aunque tuvieran otro aire.
Ante tan infame material de borregos inválidos se las vieron Joselito Adame, Román y Álvaro Lorenzo, con resultado dispar al finalizar sus quehaceres. Adame vino para comparecer por primera y última vez en este San Isidro, y lo hizo haciendo lo que sabe: pegar telonazos con el capote que no dicen nada, espantarle las moscas a sus dos oponentes con la muleta con un chabacano estilo que dice aún menos, y matar a sus dos toros malamente. ¿Que si no hubo nada bueno en la actuación de Joselito Adame en el día de hoy? Por supuesto que la hubo: no repite en la feria.
Román el hombre es un tipo simpático, sonriente, alegre y con un aire diferente a ese aura tan místico como teatral, y a veces irrisorio, que se dan los toreros hoy en día, y que algún alma de cántaro se atreve a llamar "torería". Un jamón para ellos. Román tiene además una cosa buena, y es que nunca esconde a sus toros. Intenta siempre sacar lo mejor de cada uno. Les da tiempo, les da aire, les da distancias, no tiene por costumbre asfixiarlos. Y es de agradecer algo así en un torero, ojalá muchos aprendieran de tan importantes detalles. Pero su limitadísima técnica y su basto estilo le juegan malas pasadas, tanto en la cara del toro como de cara a los aficionados. Lesionado su primero, mandó hacer salir al primer sobrero, con el hierro de Torrealta, un animal grandote que en el caballo manseó y no recibió un castigo lo que se dice muy decoroso, que se movió con bronquedad, genio y se colaba cada vez que Román le dejaba la ventana abierta. Le dieron sitio, y el toro se arrancaba alegremente pero embistió descompuesto, y Román, molestado además por el viento, no consiguió imponerse en una faena llena de telonazos, enganchones, algunas coladas y nulo poder por su parte. Mató de estocada recibiendo que cayó muy atrás, y ni eso fue impedimento para que parte de los presentes hicieran ondear el moquero, petición que desatendió con buen criterio la Presidencia. Dio una vuelta al ruedo. Ante el quinto, mojón inválido e imposibilitado para hacer llegar la más mínima emoción, Román no hizo sino pasar de puntillas con otro trasteo que no dijo nada.
Álvaro Lorenzo cerró terna. El tercero volvió al corral por inválido, y es que durante todo el primer tercio se tambaleó como un castillo de naipes dando muestras de su tetraplejia, pero sin que arriba en el palco nadie se diera por aludido. Solo un telonazo de Adame mientras simulaba quitar por algo que recordaba vagamente a las chicuelinas, y que dejó al pobre animal rodando por el suelo como una albóndiga con patas, hizo rectificar al Usía y mandar que retiraran semejante birria con cuernos para poder dar paso a un sobrero de Montealto que tampoco dejó indiferente a la concurrencia, por complicado aunque no imposible. Se movió el bicho, sacando genio y a la defensiva, pero Lorenzo, más centrado en la estética y en pegar pases que en otra cosa más importante (como por ejemplo, dominar semejante prenda), se mostró desconfiado y falto de ideas para imponerse. Una pena.
Si Lorenzo buscaba algo más dulce y empalagoso para resarcir su paladar, al parecer no preparado para el picante, lo tuvo ante sí mediante el toro que cerraba plaza. Un animalito sin gas, flojucho y ya picado y banderilleado desde que lo parió su señora vaca, por lo que in situ hizo prescindir del más mínimo roce con la puya. Llegó a la muleta con brío, y Lorenzo comenzó a darle fiesta, primero con unos estatuarios y un trincherazo que sirvió de remate y resultó bonito, para después seguir sobre la mano derecha con medios-pases despaciosos pero llevándolo al toro en línea recta y sin correr la mano del todo. A juzgar por el runrún de la parroquia, entremezclado con protestas de otra parte hacia la mala colocación y los telonazos del matador, la faena iba cogiendo vuelo, pero bajó mucho el asunto tras intentar torear al natural. Solo una serie sobre la zurda, para después seguir sobre la derecha y sin llegar en ningún momento a correr la mano con limpieza ni entusiasmar como al principio, pero unas bernardinas para rematar la faena volvieron a encender al personal, y si no se llegó a tocar pelo fue por el pinchazo que precedió a la buena estocada que terminó con el bicho sin necesidad de cachetazo.
Y aquí acabó tan tedioso festejo, y los aficionados al salir de la plaza prefirieron acordarse de los pares de banderillas de Fernando Sánchez para seguir manteniendo viva la ilusion y las fuerzas necesarias con la que aguantar las treinta tardes que quedan. Con lo que hay anunciado todavía por delante, seguro que quedarán unas cuantas como esta.
San Isidro bueno, San Isidro amable, riega nuestros campos y cosechas que falta nos hace. Y de paso, riéganos de paciencia a los abonados madrileños, que también nos hace muuuuuuucha falta.
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