El inolvidable e irrepetible Joaquín Vidal, a través de su libro TORO, el cual editó conjuntamente con el fotógrafo Ramón Masats, nos acerca a esta entrañable y divertida anécdota que vivió en una finca:
"Acudí a hacer un reportaje y el fotógrafo que me acompañaba era Fernando Botán y al cual me unía cierta amistad, pues habíamos sido condiscípulos en los escolapios durante nuestra edad párvula y de ahí devenía una confianza que solía manifestarse gastándose bromas.
El ganadero nos iba mostrando la finca en un tractor. Él conducía, nosotros dos íbamos sentados en la parte trasera de un remolque de poca alzada. Desde delante, el ganadero nos explicaba en voz alta cuanto quería enseñarnos. Yo escuchaba, observaba atentamente e iba anotando datos; Botán sacaba fotos. Nos detuvimos en los comederos, bajó el ganadero y se puso a llenar de pienso los cajones ayudado por el mayoral, mientras nosotros seguíamos en el remolque guardando la compostura debida y sin mover un músculo, pues los toros nos merodeaban con inquietante proximidad y no convenía llamar la atención.
Yo escribía pausadamente. Botán tiraba fotos cuidando no hacer movimientos bruscos. Y de repente, para mi asombro, me susurró:
-No me hagas cosquillas.
¿Cómo iba a hacerle cosquillas si tenía las manos delante ocupadas por el bolígrafo y el bloc de notas? Lo tomé como una de esas bromas que nos veníamos gastándonos, y aunque me pareció extrañísima, seguí a lo mío sin pronunciar palabra. Pero Botán insistió:
-¡Que no me hagas cosquillas, coño!
El tono no era en absoluto de broma, evidentemente, y esta vez le pregunté si se había vuelto majareta.
Hubo un breve silencio, fruto de una intensa reflexión. Nos miramos, comprobó que no era yo quien le hacía cosquillas, nos volvimos, y se nos heló la sangre.
Era un toro el que le hacía cosquillas.
Era un toro que se había engolosinado con la paja del remolque y al hincar el morro, sin querer, le hurgaba los costados con un pitón.
Llamé al ganadero. Y no me oyó. No me oía, ni él ni nadie, porque en realidad no me salía la voz. Abrí la boca, movía frenéticamente los labios, forzaba la garganta y todo resultaba inútil, pues las cuerdas vocales se habían helado también. A Botán no le salía la voz tampoco. Nos habíamos quedado mudos, y con motivo, pues nos dábamos por muertos. Quiso la fortuna que, por pura intuición de que algo raro sucedía, el mayoral se diera la vuelta y, al ver la situación, ronroneó: "Regurregurregu", y el toro, que entendía el idioma, apartó la cabeza, giró el cuello y se marchó pesadamente, pasito a paso.
Han transcurrido muchos años y nunca he acabado de entender por qué no nos pegó una cornada, teniéndolo tan fácil. De haber sido Joselito o Belmonte, quizás: le hubiera procurado cierta gloria. O, por lo menos, un buscador de espárragos, a los que los toros tienen especial inquina. Un toro ve en la finca un hombre cogiendo espárragos y le pega una cornada en la ingle. En cambio, dos periodistas con cámaras y con bolígrafo no son nadie, no sirven para pasar a la historia, no vale ni el tiempo que emplea para pegarle un revolcón.
Regurregurregu es la palabra mágica, acaso bíblica, con poderes exorcizarores y polisémica significación".