Hay corridas que, para sentarse delante de la caja tonta a contemplar su desarrollo o para ir a la plaza, hace falta algo más que afición. Por desgracia, es una tendencia muy habitual hoy en día, y la verdad es que esta hecatombe de feria sevillana que estamos teniendo, no provoca lo contrario. Servidor tiene afición a la Tauromaquia como para regalar a espuertas, y un amor desmedido hacia este maravilloso mundo que de maravilloso cada vez tiene menos. Pero lo que servidor no tiene en la inmensa mayoría de las ocasiones, sintiéndolo en el alma, es estómago y coraje para aguantar ciertas cosas.
Una de las excepciones a esa regla me sucedió el pasado jueves, día que se celebraba en Sevilla la tercera de abono. Con un cartel compuesto por tres toreros que nunca me han hecho ni tilín ni tolón y una ganadería que está hecha un asquete, y por motivos que aún ignoro su verdadera naturaleza, a las seis y media de la tarde me senté ante el televisor y sintonicé Telemolés.
En realidad, siempre me ha gustado ver toros en Sevilla. La solera y majestuosidad que la Maestranza imprime me parece digna de admirar, al igual que su toque de clarines, su banda de música, su albero dorado que reluce ante los ojos de cualquiera... Supongo que ese conjunto de pequeños detalles terminaron de empujarme para ver el festejo, absurdo de mí.
Pero a la Maestranza, de solemnidad y majestuosidad, solo le queda el conjunto arquitectónico. Y ya, paren ustedes de contar. Porque por lo demás, la situación es nauseabunda. Vomitiva. Esperpéntica. Bochornosa. Befa y mofa. Para enlutar a la Macarena. De cara al aficionado, naturalmente.
Para los toreros, un cortijo. El paraíso para "sentirse a gusto". Un lugar de recreo y "disfrute". Una pasarela para arrasar y ser elevado a los cielos aun por la Ley del Mínimo Esfuerzo. En definitiva, la plaza con la que sueñan los señores destoreros modernistas y sus palmeros oficiales y no oficiales (dejando a los empresarios a un lado, por supuesto).
Su silencio ya no es lo que era. El mítico silencio sevillano ha dado paso, a la velocidad del rayo, a un silencio tontorrón y crispante, que lo mismo le da por aparecer cuando el torito de turno se cae una docena de veces, que cuando el coleta de turno tiene una actuación lamentable. Esto hasta hace poco no era así, yo he visto a la afición sevillana enfadarse de verdad ante tales situaciones, y no hace excesivo tiempo.
Sevilla, por otro lado, también regala ovaciones por doquier, ya sea al picador que no hace su trabajo, al torito inválido que se dejó hacer de todo en la muleta, y al pegapases
de turno.
Pero si hay algo que de verdad ha dejado al descubierto, y de qué manera, el enorme desbarajuste que hay en Sevilla, eso ha sido su concepto actual de ídolo. Su Curro y su Pepe Luis, grandes colosos de antaño, han dado paso a una idolatría exacerbada hacia una de las mayores mentiras de la historia de la Tauromaquia, el cual, para devolver el cumplido, hasta se ha atrevido a posar en pijama en ella.
Habrá quien pueda decir que todo esto ocurre ya hasta en Las Ventas. Y cierto es, es más, al escribir todo esto, por momentos me pareció que hablaba de mi querida plaza de Madrid en un día cualquiera de San Isidro. Pero no, Las Ventas, aún estando también en plena degeneración, marca una pequeña salvedad: allí todavía quedamos aficionados con ganas de evitar que esa plaza se convierta en otro cortijo, esos "integristas" como nos dicen algunos y que por supuesto sobramos en su sucio espectáculo, pero no nos resignamos a abandonar. Ni siquiera Sevilla.