Dicen los viejos aficionados de Madrid, grandes conocedores de lo que se ha cocido siempre en esta plaza, que la familia Lozano tiene por costumbre echar dos corridas de toros a lo largo de la temporada venteña, y que lo normal es que una sea buena y la otra sea para olvidar. Hace escasos días compareció Alcurrucén en Madrid, siendo el resultado el que todos conocemos: petardo estruendoso.
"Ahora nos toca la buena", veníamos comentado, con media sonrisa, a lo largo del día de hoy. Ilusos de nosotros, que no barruntábamos, ni por casualidad, una nueva bueyada que se nos iba a echar encima a eso de las siete de la tarde.
¿La "buena"? Pues cómo serán las malas, por Dios santo. Alcurrucén ha vuelto a echar en la tarde de hoy, un semana exacta después de hacer la misma jugarreta, otros seis marrajos sin apenas casta. Y digo apenas, porque haberla sí que la hubo, pero se la llevó toda consigo a mejor vida el toro que abrió plaza, que siendo manso peleó con temperamento y fiereza cuando el matador le plantó cara en sus terrenos, que no eran otros que los de toriles. El resto, nada. Cobardones, descastados, desprovistos de todo temperamento y poder, flojuchos y todas esas bondades que tiene una corrida de toros que merece ser calificada como "petardo".
Ese primero puso la nota emocionante de la tarde, por parte de los toros, en el último tercio. Que fue otro mansazo que se defendió y huyó en el tercio de varas tanto como sus hermanos, pero resultó tener mucho que torear. Ferrera, sin probaturas ni nada, se fue a esos terrenos de toriles y le citó de lejos con la zurda, viniéndose el toro al instante como una locomotora y repitiendo en cada muletazo. Ferrera le pegó dos series de muletazos con la zurda en la que tuvo a bien bajarle mucho la mano y mostrar así la enorme clase que tuvo el toro, pero sin lograr templar ni mandar sobre las embestidas del burel. Cambió de mano la muleta y siguió pegando tirones, haciéndole siempre las cosas por abajo pero nunca llevando al toro totalmente podido. Y después de pasarlo por ambos pitones unas cuantas veces más sin lograr sobreponerse al toro en ningún momento y tirando de muchas precauciones en forma de piquito y tirones hacia fuera, vino ese clásico en todas las faenas ferreristas, que no es otra cosa que el tirar la espada de madera y dar naturales con la derecha, siempre fuera de cacho y metiendo el pico de manera muy excesiva. Dicho todo en pocas palabras: se fue sin torear. Mal, muy mal Antonio Ferrera.
La corrida pareció terminarse en este punto y no volver a remontar. Los toros que fueron saliendo no llevaron ni de lejos la tónica del que abrió plaza. Al menos en cuanto a casta, porque lo que fue en mansedumbre, incluso la superaron. Diego Urdiales poco pudo hacer ante el mojón segundo, con el cual tampoco se pasó demasiado tiempo delante pegándole pases, cosa que es de agradecer. Ginés Marín se llevó en tercer lugar un torete que debió haber vuelto al corral por tetrapléjico, y con el que estuvo haciendo de enfermero. ¿Qué otra cosa podía hacer? El caso es que el toro no tuvo mal son en su embestida, y dotado de más fuerzas podría haber sido de lío gordo, sobre todo por el lado derecho. Pero cada vez que Ginés Marín le exigía, el toro acababa besando el albero. Y Antonio Ferrera se las vio y entendió en cuarto lugar con otro mojón con cuernos al cual llevó a media altura mediante una hermosa colección de telonazos abusando del pico y visiblemente apático y desganado. Pero, sin duda, el macheteo con el que preparó al animal para la suerte suprema fue lo más decoroso de su actuación. En realidad fue lo único decoroso, y dejó sobre el ruedo ese sabor añejo que tanto se agradece cuando un torero decide recuperarlo.
La tarde ya andaba espanzurrada en el suelo, cual estrella de mar, cuando salió el quinto, y a Urdiales le dio por ponerse el mono de faena y hacer el toreo. El toro llevaba muy poco dentro, y Urdiales empezó dando pases sobre el lado derecho sin demasiado brillo y dejando la sensación de que poco iba a suceder allí. Pero de repente se echó la muleta a la zurda y, poniéndose en el sitio donde se hace el toreo verdadero, empezó a echar la muleta alante y, tirando del toro con mucho poderío, pegó algunos naturales de suma pureza y torería. No muchos, pero sí los suficientes para recobrar el interés por lo que sucedía en el ruedo, y darle sentido a la tarde. Después de esto, otra vez a la mano derecha y llegaron otros cuantos redondos muy mandones y toreros. No quiso irse Urdiales a por la espada de verdad sin intentar torear por naturales de frente, pero no llegaron a alcanzar altas cotas que sí alcanzó anteriormente. Cambiada la espada, cerró al toro con ayudados por alto para, posteriormente, dejar lo que hasta ahora es la estocada de la feria.
Y la tarde de mansos culminó, como no podía ser menos, con otro mansazo de libro. El toro se pasó toda la lidia de un lado a otro del ruedo, haciéndose amo y señor del mismo y sin que nadie fuera capaz de imponerse ante él. Y en la muleta no lo fue menos. Ginés Marín se pasó todo lo que duró el trasteo esprintando tras él: le ponía la muleta, pegaba el latigazo, el animal huía a la otra punta de la plaza corriendo como una gacela con su matador detrás, y vuelta a lo mismo. Así unas cuantas veces hasta que el matador decidió quitárselo de enmedio.
La tarde de hoy volvió a ser una pasarela la mar de hermosa de mansos, bueyes, mulos, cabestros y boyazos. Y es esta la tónica que llevamos teniendo durante esta insufrible semana. Si la semana pasada se caracterizó por llevarse a cabo el llamado Ciclo en homenaje a Albaserrada, lo de esta semana ¿cómo se podría definir? ¿Ciclo en homenaje al buey de lidia, estaría bien?
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