Once mil quinientos cincuenta y nueve (11.559). Podría parecer que, tras recitarse el numerito en cuestión, iba a secundar una voz chillona espetando miiiiiiiil euuuuuurooooooooos. Pero no, no tiene nada que ver con la lotería, ni nada de eso. Once mil quinientos cincuenta y nueve (11.559) son, según los datos oficiales, los espectadores que han acudido hoy a los toros en Madrid. Vamos, lo que llega siendo que en la tarde de hoy no se ha ocupado ni media plaza. Que en la feria más importante del mundo, en una feria en la que hasta no hace muchos años había lleno diario, no se consiga llegar ni al medio aforo, aun siendo un hecho esporádico, es para ponerse serios y pensar en muchas cosas, porque no puede ser. La cosa viene del principio: se quiere hacer una feria grandiosa, y aquí viene el primer error de bulto, que no es otro que confundir la cantidad con la calidad. Pues nada, programamos treinta y cuatro tardes y nos pensamos que con esto ya es la mejor feria habida y por haber. Y de ahí, ya empiezan a derivarse todos los problemas: muchas ganaderías que contratar, no todas tiene toros para Madrid, hay que tirar de lo que sea para rellenar huecos... Y, para colmo de males, como un abono de treinta y cuatro festejos puede resultar caro para algunos bolsillos, sacamos una quiniela para que los señores abonados se quiten un número limitado de festejos, y así impedir que se pierdan abonados. ¡¡Qué gran paradoja!! Se quieren dar muchísimos festejo pero a la vez se le da al abonado la oportunidad de no sacar cierto número de entradas... No se le ocurre ni al que asó la manteca. Es algo que no tiene ni pies ni cabeza. Y por estos senderos de la noche, llegamos al fatídico punto que nos toca escribir: para rellenar uno de esos tantos huecos que quedan, se cuela con calzador una ganadería que junta seis moles bien grandotas y pesadas, y además con mucha leña, para que a los veterinarios no les dé por decir que los tiran para atrás porque carecen de trapío al ser pequeños (confundiendo una vez más el tocino con la velocidad). ¿Qué más da si esta ganadería lleva ya lustros y más lustros sin presentar un pitón con medio miligramo de dignidad y decoro? Se llame la ganadería El Ventorrillo, se llame Las Ramblas, se llame Valdefresno, se llame Zalduendo o se llame Perico el de los Palotes. Y con ellos, tres toreros que puede que hayan hecho más o menos méritos para venir a Madrid, pero que combinados de esta manera no tienen apenas tirón, y que si por si fuera poco, se las verán con un ganado que no invita nada acercarse a la plaza. Forma todo un cóctel explosivo que, cuando hace reacción, desemboca en el resultado numérico ya conocido: 11.559. Un completo desastre, ver la plaza así en pleno San Isidro. Más nos valdría que los responsables de esta hecatombe se lo hiciesen mirar y le pusieran remedio a este mal.
Y una vez dicho esto, sí. ¿Sí el qué? Pues sí que lo del Ventorrillo salió tan malo y vulgar como cabía esperar, que produjo un aburrimiento insoportable y un cabreo cuanto menos solemne. Sobre todo, por la cosa de que se barruntaba desde que se conocieron los carteles de la feria, pues los aficionados no serán adivinos, ni profetas, ni nada de eso, pero tampoco son tontos, y ven venir las cosas de lejos. ¿Qué hicieron los toretes del Ventorrillo? Pues salir con muy poca gracia, acudir al caballo como quien acude a quitar verdugos a los olivos, que se va porque hay que ir; no pelear, defenderse, salirse de najas, luego embestir en la muleta con muy feo estilo y aún menos gracia que con la que salieron... O sea, lo que hicieron fue ser la antítesis del toro de lidia. Sea este bravo o manso, que de las dos maneras puede salir, pero nunca sin casta y tontorrón perdido. Porque cuando sale así, es la antítesis del toro de lidia, y así fueron los del Ventorrillo. ¿Que por ahí hubo una excepción? Cierto es. Estaba destinado a ser el 5°, pero por cogida de Ritter hubo de correrse el turno de la lidia y acabó saliendo en sexto lugar. Que no fue un prodigio de bravura ni un derroche de casta, si bien es cierto que sí la tuvo, pero al menos peleó con más presteza en varas, metiendo la cara abajo y empleándose con mejor son; y en la muleta, aunque le costaba arrancarse al primer muletazo, embistió con buen tranco y humillando.
La terna se plantó aquí esta tarde y, como quien va a examinarse de unas oposiciones ante un tribunal, llegó, soltó todo aquello cuanto sabían y cuanto podían, pasaron el trago como buenamente pudieron, y hasta otro día. Ritter, ante el único que pudo matar, estuvo pegándole muletazos hasta que la Presidencia, a través del pañuelo blanco, le dijo "acaba ya pesado, que al final te lo dejas vivo y luego el mal afisionao seré yo y todo". De esa faena tan larga llegaron especialmente al tendido algunos muletazos con la zurda en los que el torero, siempre de perfil, movió la muleta con suavidad. Digno y con cierto estilo en este pasaje de la faena, pero nada más entre medias con un toreo vulgar con el que pasó las más vulgares aún embestidas del bicho. La cogida le llegó cuando realizaba un quite por chicuelinas al 4°, revolviéndosele el toro y tirándole un pitonazo en el gemelo que le hizo terminar su tarde antes de tiempo.
Francisco José Espadas cumplió a la perfección su guión propio de torero 2.0, basado en muletazos desargando la suerte y en línea, en el encimismo, en las manoletinas, en los cambiados por la espalda y todas esas cosillas. Ante el 3° todo quedó en nada, no así ante el 5° (que teóricamente era el 6°), pues el toro sí se movió con algo más de alegría y permitió que su faena tuviera más vibración. Y a los dos, los mató de la misma manera: malamente.
Eugenio de Mora, que pasó sin pena ni gloria ante su lote, se las vió por accidente con el único de la corrida que dio verdaderas opciones de triunfo. Y a su manera, consiguió aprovecharse del buen toro para terminar arrebañado una oreja. Y también, del aburrido y soñoliento público, que tras una tarde de insoportable tedio, debía de estar deseoso de ver ligarse unos cuantos muletazos para premiarlo con un despojo, aunque los muletazos fueran poco mandones y se dieran desde Manuel Becerra. Eugenio de Mora siempre le dio sitio y tiempo entre cada serie de muletazos, lo que le ayudó aún más a aprovechar al toro, pero nunca pisó los terrenos donde se torea de verdad, ni consiguió llevarse los toros atrás ni templar las embestidad. Estuvo, lo que se dice, por debajo del toro. Mató de una estocada en buen sitio, y a pesar de todo y de que el toro tardó en caer, se llevó la oreja.
Que la tarde de hoy les sirva a los mandamases de Plaza1 para reflexionar muy en serio sobre las condiciones de la feria de San Isidro, porque hay muchas cosas que mejorar. Mucho tiempo se lleva diciendo desde distintos colectivos de aficionados, y he aquí un claro ejemplo de que es necesario reducir el abono para alcanzar la calidad. Se puede y se debe mejorar.
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