Dejo por aquí un cuento mío de temática taurina y, por ende, vital, que me gustaría compartir con vosotros, estimados lectores de nuestro blog, y escuchar vuestras opiniones con el fin de pulirlo y dialogar sobre lo que se dice o sobre lo que sea. Muchas gracias a todos y un cordial saludo.
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-VIDA-
Por Emilio Roldán Hdez.
A Jaime Solís, natural de La Toba, le entraron una tarde muchas ganas de hacer camino y, sin olvidarse de su hatillo, inició su primer viaje, pasando por cientos de llanuras cargadas de espesos pastos. La luz de los rayos de sol hacía duro su camino, pero supo plantar cara a las adversidades con el paso de los años.
Él sabía muy bien por qué hacía su viaje, buscando la gloria, traje dorado que nunca su padre llegó a conseguir ponerse. Su padre falleció en el intento, dejando una casa desolada y una esposa con cinco hijos que contaba aceitunas para huir del agobio y la miseria.
“Contra la muerte se vive muy bien, si esta no te saluda todas las mañanas”, decía Jaime cada tarde a los amigos que iban a verle a las habitaciones sin puertas donde estuvo sitiado entre las fronteras del miedo y la desesperación. El espanto que mamaron los niños de su época, allá por los años cuarenta, había dejado tísicas sus piernas, pero su altiva frente siempre miró hacia adelante con paso firme mientras pudo.
De pronto, un oscuro farol de años pasados comenzó a varar su propósito. Ese sol embestía por derecho, aunque se quedaba corto en sus oleadas. Comenzó a meditar su retirada, hastiado, al comprender la sordidez que esos rayos asesinos producen en los hombres cuya mayor pretensión es haber crecido junto a un padre que les enseñase a coger los trastos y marcharse. Cuando se ha vivido mucho, se deja de distinguir el resplandor de la oscuridad.
Jaime había visto a su padre morir en los brazos de su madre y sabía que la vida estaba siempre alumbrada por un foco distorsionado que no distingue entre la carne y la herida.
Pero ya era tarde para vivir. Su corazón se fundió como una bombilla recién puesta, uniendo el alba con el ocaso en la única sinfonía posible. Siempre es tarde para dejar de ser el que eres. Él ya había conseguido triunfar, acariciar el cielo ayudándose con las dos manos y sentir la admiración de las gentes sin haber aforado todavía el tributo que todos pagamos con el paso del tiempo.
El sol quemaba, aumentando su poder a cada instante. La luz de la camilla ardía en sus ojos y rasgaba sus heridas, secuelas del camino donde el bisturí no podía remendar más que la superficie. Entonces, un soplo de aire inundó de silencio la enfermería. “Soy más muerte que la vida”, dijo Jaime al ser sorprendido por las astas del toro que cruzó galopando los caminos de sus días.
Él sabía muy bien por qué hacía su viaje, buscando la gloria, traje dorado que nunca su padre llegó a conseguir ponerse. Su padre falleció en el intento, dejando una casa desolada y una esposa con cinco hijos que contaba aceitunas para huir del agobio y la miseria.
“Contra la muerte se vive muy bien, si esta no te saluda todas las mañanas”, decía Jaime cada tarde a los amigos que iban a verle a las habitaciones sin puertas donde estuvo sitiado entre las fronteras del miedo y la desesperación. El espanto que mamaron los niños de su época, allá por los años cuarenta, había dejado tísicas sus piernas, pero su altiva frente siempre miró hacia adelante con paso firme mientras pudo.
De pronto, un oscuro farol de años pasados comenzó a varar su propósito. Ese sol embestía por derecho, aunque se quedaba corto en sus oleadas. Comenzó a meditar su retirada, hastiado, al comprender la sordidez que esos rayos asesinos producen en los hombres cuya mayor pretensión es haber crecido junto a un padre que les enseñase a coger los trastos y marcharse. Cuando se ha vivido mucho, se deja de distinguir el resplandor de la oscuridad.
Jaime había visto a su padre morir en los brazos de su madre y sabía que la vida estaba siempre alumbrada por un foco distorsionado que no distingue entre la carne y la herida.
Pero ya era tarde para vivir. Su corazón se fundió como una bombilla recién puesta, uniendo el alba con el ocaso en la única sinfonía posible. Siempre es tarde para dejar de ser el que eres. Él ya había conseguido triunfar, acariciar el cielo ayudándose con las dos manos y sentir la admiración de las gentes sin haber aforado todavía el tributo que todos pagamos con el paso del tiempo.
El sol quemaba, aumentando su poder a cada instante. La luz de la camilla ardía en sus ojos y rasgaba sus heridas, secuelas del camino donde el bisturí no podía remendar más que la superficie. Entonces, un soplo de aire inundó de silencio la enfermería. “Soy más muerte que la vida”, dijo Jaime al ser sorprendido por las astas del toro que cruzó galopando los caminos de sus días.
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